domingo

El fuera de la ley




(Éste es Fernando)


Uno no sabe si la pasión que hay en un pequeño sector de la sociedad por el póquer es inversamente proporcional al número de lectores interesados por las novelas sobre jugadores de póquer. A mí personalmente las historias acerca de esos profesionales parapetados tras una panoplia de naipes, con la mirada impertérrita, me han fascinado siempre. Ya, desde las películas del Viejo Oeste en las que me quedaba embelesado contemplando al tipo aquél, hábil en su oficio, a veces acusado de tahúr, vaciando el bolsillo de los compañeros de mesa, le viene a uno la admiración, pero no implicación por los adictos a los juegos prohibidos. Cuando de niño iba al cine miraba la pantalla añorando secretamente ser ese profesional, que sin perder empaque, mostrando una sonrisa condescendiente, cogía los fajos de billetes de la mesa y se los guardaba. A continuación, sin borrar la sonrisa de su cara pedía un cigarro a la cigarrera y lo encendía sin perder su apostura de ganador.

En mi fase de adolescente realicé mis primeros trabajos, acarreando garrafones de vino del lagar a las tabernas del pueblo, en las cuales aprovechaba para espiar a los jugadores clandestinos. Si me mandaba el tabernero a organizar las cajas de la bebida en la parte de atrás, me arrimaba sigiloso a la puerta a fisgonear por la rendija. Tenía curiosidad morbosa por reconocer las caras de aquellos hombres que se jugaban el dinero a escondidas. Con cierta desazón comprobaba que alguno de aquellos rostros graves pertenecía al padre de algún amigo mío. Eran trabajadores del campo que se reunían los sábados por la noche a jugarse la semanada. En ellos, esta actividad se hallaba rodeada por el drama, ya que no era difícil imaginarse a sus mujeres con el chiquillo en brazos, esperando en un sin vivir a que el marido le llevase el salario. Estos eran el grupo de jugadores a los que el público tildaba de viciosos, de espíritu corrompido, que solo traían la ruina a sus familias. Por el contrario estaban los jugadores de estrato social alto. Y si a los primeros se les veía tarambanas e irresponsables, a estos se les envolvía en una aureola de misterio. El estilo de vida de dichos especimenes era sin duda sugerente, lleno de interés y a quienes mucha gente envidiaba. Se trataba de señoritos apasionados por el juego que realizaban sus timbas en una discreta sala del casino. Uno, que contaba con la connivencia y complicidad del joven camarero, simulando ser su ayudante, me permitía que entrase en la sala a retirar las bandejas con las tazas de café vacías, circunstancia que aprovechaba para observar a aquellos tipos, tan concentrados en la jugada, que no reparaban en mi silenciosa intromisión. Eran timbas donde sin duda se segregaba mucha adrenalina debido a que se jugaban verdaderas fortunas, incluidos campos, cortijos y ganaderías.

Los jornaleros que se levantaban a las seis de la mañana para las labores se cruzaban con el jugador noctámbulo, enfundado en su costoso abrigo, manteniendo el cuerpo erguido con su orgullo de casta, pero sin poder ocultar los estragos de la noche en el rostro. No era fácil adivinar si en su semblante anidaba el remordimiento y la pesadumbre por las pérdidas o en cambio lo que reflejaba su expresión era indiferencia. Pero la mente del trabajador, trajinando ya antes del alba, había concebido su propia respuesta: en los días venideros trabajaría en la misma finca pero con distinto dueño. ¿Duraría mucho la finca en las nuevas manos? Hasta ahí no era capaz de penetrar la perspicacia del jornalero.

Si a ese jugador al que le habían venido mal dadas, alguien de su entorno social le hubiera afeado su funesta afición, él seguramente le hubiera respondido con arrogancia: “¡A mí que me cuentas, yo hago con mis bienes lo que me plazca! El fondo de fanfarronería, de vanidad, e incluso de cierta indolencia existencial, que emergía de estos jugadores era palpable. Para ellos sentarse ante la mesa de juego, poner el mazo de billetes y apostarlos, se podría decir que era un acto de suprema libertad: “¡Ahí va eso. A mi no me rechista ni el Papa!” –decía altivo, como cuando daba órdenes a los obreros.

Si es difícil para un jovenzuelo captar la psicología de un jugador, más dificultoso es tratar de entender porqué aquellos hombres habían optado por la doble vida: vivir clara y ordenadamente durante el día y entregarse a su fascinante obsesión por las noches. Actitud a la que se puede acomodar esa filosófica frase tan determinante: “Juego, luego existo”.

Uno, que nunca ha tenido vocación de jugador, ni conoce apenas juegos de cartas, ni muchos menos tiene noción de estrategias, ha incubado una especie de admiración por los audaces que hacen funambulismo sobre la delgada cuerda, en la que a un lado está la fortuna y en el otro el descalabro. He buscado la vida y milagros de estos intrépidos del póquer en las páginas de los libros y no he encontrado demasiado. Por eso, cuando Mario puso en mis manos el original de su novela “Cuando tu rostro era niebla”, y tras sumergirme en su lectura, me llevé la agradable sorpresa de que allí estaban los personajes que andaba buscando. Peripecias rocambolescas, tipos oscuros atrapados en situaciones de misterio, historias palpitantes de amor y aventuras, a la vez que un par de ojos te están mirando a hurtadillas, mientras su mano sostiene un ramillete… de cartas. Una cadena de sucesos, que te transportan a un mundo donde todo cuanto ocurre te mantiene en vilo y con las orejas tiesas como los podencos. Porque como ya digo la vida de estos aventureros del juego es una apuesta por vivir sobre el foso de las serpientes sin pestañear, propio de una personalidad insobornable y de un feroz individualismo, tal y como el personaje que interpreta Mel Gibson en Maverick, película en la que no lo dijo, pero lo podía haber dicho, mientras arrimaba su montoncito de fichas:

-¡Ahí va mi apuesta! ¿Hay alguien que me lo pueda reprochar?


Fernando Jiménez Ocaña


10 comentarios:

Anónimo dijo...

Nadie, las apuestas no las puede reprochar nadie. Son de cada uno y se vive o se muere con ellas...

Anónimo dijo...

Esto me recuerda a cuando deseas ser James Bond , el gran Gasby, Moriarty o Corto Maltes. Cuando deseas tomar café en una puesta de sol, después de encerrar el ganado, en alguna gran llanura de algún gran país. Cuando estas a punto de gritar "¡Al abordaje!" a tus marineros con el galeón español a tu costado. Cuando pides otro tequila en algún bar de Sin Cyti... Siempre hemos deseado ser canallas, tipos duros, tener los píes en el suelo, permitir gastar una peqeña fortuna en una noche (¿una mujer? ¿una borrachera? ¿una timba? ¿un viaje a Venecia? ¿un diamante para una mujer?) y levantarnos al día siguiente importandonos un pito. Esa magia, ese sentirnos protagonistas ("Te dije que no volvieras a tocarla, Sam!") es lo que hace que compremos libros y veamos peliculas. Tengo ganas de leer tu libro. Nacho

Anónimo dijo...

Espero que la novela esté bien... Porque, la verdad es que, al menos en el blog, se os nota como muy... Desamparados?

Virginia Barbancho dijo...

Anónimo nº3: no te dejes engañar por lo que parece desamparado... la mayor sorpresa podría venirte precisamente de ahí...

Anónimo dijo...

Fernando, por lo que cuentas, apuesto a que esta novela nos va sumergir en un sinfín de peripecias que siempre hemos deseado vivir. Creo que, como decía Virginia, este libro nos lo leeremos por dentro.

Seguro que con tu apuesta nos haces ganar a todos

Firmado: Otra desamparada.

Anónimo dijo...

Hola, soy una antigua hermana de la Virgen de los Desamparados. Entré de novicia ya hace años, pero me di pronto cuenta que no tenía vocación, sobre todo cuando conocí al encargado de la empresa que vino a hacer una reformas del convento. Me salí y me casé con él. Ahora soy feliz. Estuve tanto tiempo sin saber nada del mundo exterior que he perdido de vista el mundo interior. Mis aficiones son navegar por internet y visitar Blog. Este vuestro parece que apunta maneras, sobre todo porque me recuerda a mi antigua orden. ¡La Virgen de los Desamparados! Muchas gracias por acordaros de ella aunque sea solo un poquito.

Mario dijo...

Vaya, qué casualidad... Antigua Hermana de la Virgen de los Desamparados, tal vez pudiera usted ayudarme en estos momentos. Tengo entre manos algo que transcurre en un convento que me gustaría darle credibilidad...

Anónimo dijo...

Desamparado: aquel que no tiene ayuda. Esto es lo que dice el diccionario Espasa de la lengua española. Para ti anonimo: me gusta imaginarme otras vidas, pero disfruto de la mia mirando de reojo lo que quiero.

Lara dijo...

La apuesta de Fernando es una buena apuesta, y el tipo tiene una cara que dan ganas de irse con él a tomar cañas inmediatamente. Lo que me escuece un poco es entrar en los comentarios y encontrar estas cosas, no sé, ¿innecesarias? ¿Porculeras? En fin. Larga y buena vida a este libro, y a todos los que aquí anidan.

Un abrazo, Mario.

Anónimo dijo...

Pues vais daos, colegas. Si ya os visitan hasta las monjas habrá que decir aquello de: "con el clero hemos topado, hermano Sancho". Ya solo os falta que entre el padre Apeles, Rouco Varela y la curia en pleno. No es buen presagio el que se os deslicen esos cuervos de campanario. Con esta recua, más que desamparados, yo os veo mal amparados. A mí, en circunstancias como esta siempre me ha funcionado rezar un sencillo padrenuestro como exorcismo contra esos sepulcros blanqueados. No me importaría hacerlo una vez más en un gesto de altruísmo hacia vosotros. Os lo brindo: Padre nuestro que estás en los cielos, CUANDO TU ROSTRO ERA NIEBLA, danos la luz y la potestá y permítenos que vendamos una jartá. Amen.