jueves

Contraportada



Me dice un amigo: eh, desamparado, ¿pero de qué va el libro? Que muy bonitas todas estas frases y que te pongan comentarios pero podías hablar un poco del animal, ¿no?

Y me doy cuenta de que es verdad, que hemos entrado a saco y nadie sabe cuál es el argumento. Así, que volvemos al objeto de todo esto y, como estoy vago y no me apetece escribir más, os paso la contraportada del libro.

A ver qué os sugiere. De paso os dejo la portada de nuevo…










“Cuando Teodoro Tejedor, un jugador profesional que el destino se empeña en esquivar, recibe el encargo de jugar una última partida de póquer, comienza una búsqueda que termina siendo la propia historia del ser humano explorando su alma. En su afán por recuperar las viejas habilidades con la baraja, los compañeros de juego, los amores perdidos, los amores recuperados y las hijas que quieren aprender a vivir se conjuran en un laberinto de espejos donde nada es lo que parece.

A través de las mesas de juego, el jugador se ve obligado a tomar nuevas identidades que se enredan hasta difuminar los límites de la realidad. Pero en su mundo Teodoro sabe que el respeto en el póquer se gana y se pierde en una baza, que el lenguaje de los naipes no entiende de edad, color, sexo o religión, que la siguiente apuesta puede terminar de empujarte al precipicio o cambiarte la vida. Porque, como dice el autor a lo largo de la historia únicamente hay dos cosas que desde siempre han hecho perder la cabeza a las personas: el sexo y el azar. Y el azar es un caballo salvaje.

Cuando tu rostro era niebla es una historia narrada de modo casi cinematográfico, al ritmo hipnótico de la sangre. Ambientada en Zaragoza y Polonia, la acción transcurre entre las bambalinas de una ciudad suicida, llevada por personajes que se graban en la retina. Con el olor del aire antes de la tormenta, el protagonista arrastra al lector a una travesía sin rumbo entre la bruma, enterrándose ambos en las preguntas a las que nunca hicieron frente.”


Pues eso, tío, a ver si te he aclarado algo.


domingo

El fuera de la ley




(Éste es Fernando)


Uno no sabe si la pasión que hay en un pequeño sector de la sociedad por el póquer es inversamente proporcional al número de lectores interesados por las novelas sobre jugadores de póquer. A mí personalmente las historias acerca de esos profesionales parapetados tras una panoplia de naipes, con la mirada impertérrita, me han fascinado siempre. Ya, desde las películas del Viejo Oeste en las que me quedaba embelesado contemplando al tipo aquél, hábil en su oficio, a veces acusado de tahúr, vaciando el bolsillo de los compañeros de mesa, le viene a uno la admiración, pero no implicación por los adictos a los juegos prohibidos. Cuando de niño iba al cine miraba la pantalla añorando secretamente ser ese profesional, que sin perder empaque, mostrando una sonrisa condescendiente, cogía los fajos de billetes de la mesa y se los guardaba. A continuación, sin borrar la sonrisa de su cara pedía un cigarro a la cigarrera y lo encendía sin perder su apostura de ganador.

En mi fase de adolescente realicé mis primeros trabajos, acarreando garrafones de vino del lagar a las tabernas del pueblo, en las cuales aprovechaba para espiar a los jugadores clandestinos. Si me mandaba el tabernero a organizar las cajas de la bebida en la parte de atrás, me arrimaba sigiloso a la puerta a fisgonear por la rendija. Tenía curiosidad morbosa por reconocer las caras de aquellos hombres que se jugaban el dinero a escondidas. Con cierta desazón comprobaba que alguno de aquellos rostros graves pertenecía al padre de algún amigo mío. Eran trabajadores del campo que se reunían los sábados por la noche a jugarse la semanada. En ellos, esta actividad se hallaba rodeada por el drama, ya que no era difícil imaginarse a sus mujeres con el chiquillo en brazos, esperando en un sin vivir a que el marido le llevase el salario. Estos eran el grupo de jugadores a los que el público tildaba de viciosos, de espíritu corrompido, que solo traían la ruina a sus familias. Por el contrario estaban los jugadores de estrato social alto. Y si a los primeros se les veía tarambanas e irresponsables, a estos se les envolvía en una aureola de misterio. El estilo de vida de dichos especimenes era sin duda sugerente, lleno de interés y a quienes mucha gente envidiaba. Se trataba de señoritos apasionados por el juego que realizaban sus timbas en una discreta sala del casino. Uno, que contaba con la connivencia y complicidad del joven camarero, simulando ser su ayudante, me permitía que entrase en la sala a retirar las bandejas con las tazas de café vacías, circunstancia que aprovechaba para observar a aquellos tipos, tan concentrados en la jugada, que no reparaban en mi silenciosa intromisión. Eran timbas donde sin duda se segregaba mucha adrenalina debido a que se jugaban verdaderas fortunas, incluidos campos, cortijos y ganaderías.

Los jornaleros que se levantaban a las seis de la mañana para las labores se cruzaban con el jugador noctámbulo, enfundado en su costoso abrigo, manteniendo el cuerpo erguido con su orgullo de casta, pero sin poder ocultar los estragos de la noche en el rostro. No era fácil adivinar si en su semblante anidaba el remordimiento y la pesadumbre por las pérdidas o en cambio lo que reflejaba su expresión era indiferencia. Pero la mente del trabajador, trajinando ya antes del alba, había concebido su propia respuesta: en los días venideros trabajaría en la misma finca pero con distinto dueño. ¿Duraría mucho la finca en las nuevas manos? Hasta ahí no era capaz de penetrar la perspicacia del jornalero.

Si a ese jugador al que le habían venido mal dadas, alguien de su entorno social le hubiera afeado su funesta afición, él seguramente le hubiera respondido con arrogancia: “¡A mí que me cuentas, yo hago con mis bienes lo que me plazca! El fondo de fanfarronería, de vanidad, e incluso de cierta indolencia existencial, que emergía de estos jugadores era palpable. Para ellos sentarse ante la mesa de juego, poner el mazo de billetes y apostarlos, se podría decir que era un acto de suprema libertad: “¡Ahí va eso. A mi no me rechista ni el Papa!” –decía altivo, como cuando daba órdenes a los obreros.

Si es difícil para un jovenzuelo captar la psicología de un jugador, más dificultoso es tratar de entender porqué aquellos hombres habían optado por la doble vida: vivir clara y ordenadamente durante el día y entregarse a su fascinante obsesión por las noches. Actitud a la que se puede acomodar esa filosófica frase tan determinante: “Juego, luego existo”.

Uno, que nunca ha tenido vocación de jugador, ni conoce apenas juegos de cartas, ni muchos menos tiene noción de estrategias, ha incubado una especie de admiración por los audaces que hacen funambulismo sobre la delgada cuerda, en la que a un lado está la fortuna y en el otro el descalabro. He buscado la vida y milagros de estos intrépidos del póquer en las páginas de los libros y no he encontrado demasiado. Por eso, cuando Mario puso en mis manos el original de su novela “Cuando tu rostro era niebla”, y tras sumergirme en su lectura, me llevé la agradable sorpresa de que allí estaban los personajes que andaba buscando. Peripecias rocambolescas, tipos oscuros atrapados en situaciones de misterio, historias palpitantes de amor y aventuras, a la vez que un par de ojos te están mirando a hurtadillas, mientras su mano sostiene un ramillete… de cartas. Una cadena de sucesos, que te transportan a un mundo donde todo cuanto ocurre te mantiene en vilo y con las orejas tiesas como los podencos. Porque como ya digo la vida de estos aventureros del juego es una apuesta por vivir sobre el foso de las serpientes sin pestañear, propio de una personalidad insobornable y de un feroz individualismo, tal y como el personaje que interpreta Mel Gibson en Maverick, película en la que no lo dijo, pero lo podía haber dicho, mientras arrimaba su montoncito de fichas:

-¡Ahí va mi apuesta! ¿Hay alguien que me lo pueda reprochar?


Fernando Jiménez Ocaña